No era el primer cadáver que se veía obligado a identificar, pero Kelly había llegado a creer que esas experiencias pertenecían a su pasado. Había otras personas allí para sostenerle, pero no desfallecer no era lo mismo que sobrevivir, y no había consuelo alguno en un momento como ése. Abandonó la sala de urgencias, bajo las miradas de los médicos y de las enfermeras. Habían llamado a un sacerdote para que diese la extremaunción y dijese unas palabras que sabía que no eran oídas. Un agente de policía le explicó que el camionero no había tenido la culpa. Habían fallado los frenos. Un fallo mecánico. Nadie tenía la culpa, en realidad. Simplemente había ocurrido. Como él mismo había intentado explicar tantas veces a personas inocentes por qué acababa de desaparecer la parte más importante de su mundo, como si eso importara algo. Ese Kelly tiene agallas, pensó el policía, y eso le hace vulnerable. Su esposa y su hijo aún no nacido, a quienes habría protegido en cualquier circunstancia, muertos en un accidente. No se podía culpar a nadie. El camionero, también padre de familia, se encontraba en el hospital, y le habían administrado sedantes; tras el accidente se había metido bajo el camión, en la esperanza de encontrar a la mujer aún con vida. No había manera de ayudar a un hombre como Kelly, que habría aceptado el infierno antes que eso; porque él había visto el infierno. Lo había visto, pero había más de un infierno, y hasta ahora no los había visto todos.