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newton0182
1529 Words / 2 Recordings / 1 Comments

CAPÍTULO PRIMERO
He vuelto hace unos instantes de visitar a mi casero y ya se me figura que ese solitario vecino va a
inquietarme por más de una causa. En este bello país, que ningún misántropo hubiese podido encontrar más
agradable en toda Inglaterra, el señor Heathcliff y yo habríamos hecho una pareja ideal de compañeros.
Porque ese hombre me ha parecido extraordinario. Y eso que no mostró reparar en la espontánea simpatía
que me inspiró. Por el contrario, metió los dedos más profundamente en los bolsillos de su chaleco y sus
ojos desaparecieron entre sus párpados cuando me oyó pronunciar mi nombre y preguntarle:
-¿El señor Heathcliff?
Él asintió con la cabeza.
-Soy Lockwood, su nuevo inquilino. Le visito para decirle que supongo que mi insistencia en alquilar la
«Granja de los Tordos» no le habrá causado molestia.
-Puesto que la casa es mía -respondió apartándose de mí- no hubiese consentido que nadie me molestase
sobre ella, si así se me antojaba. Pase.
Rezongó aquel «pase» entre dientes, con aire tal como si quisiera mandarme al diablo. Ni tocó siquiera la
puerta en confirmación de lo que decía. Esto bastó para que yo resolviese entrar, interesado por aquel
sujeto, al parecer más reservado que yo mismo. Y como mi caballo empujase la barrera, él soltó la cadena
de la puerta y me precedió, con torvo aspecto, hacia el patio, donde dijo a gritos:
-¡José! ¡Llévate el caballo de este señor y danos vino!
Puesto que ambas órdenes se dirigían a un solo criado, juzgué que toda la servidumbre se reducía a él.
Por eso entre las baldosas del patio medraban hierbajos y los setos estaban sin recortar, sólo mordisqueadas
sus hojas por el ganado.
José era hombre entrado en años, aunque sano y fuerte. Lanzó un contrariado «¡Dios nos valga!» y,
mientras se llevaba el caballo, me miró con tanta malignidad que preferí suponer que impetraba el socorro
divino para digerir bien la comida y no con motivo de mi presencia.
A la casa donde vivía el señor Heathcliff se la llamaba «Cumbres Borrascosas» en el dialecto local. El
nombre traducía bien los rigores que allí desencadenaba el viento cuando había tempestad. Ventilación no
faltaba sin duda. Se advertía lo mucho que azotaba el aire en la inclinación de unos pinos cercanos y en el
hecho de que los matorrales se doblegaban en un solo sentido, como si se prosternasen ante el sol. El
edificio era sólido, de espesos muros a juzgar por lo hondo de las ventanas, y protegidos por grandes
guardacantones.
Parándome, miré los ornamentos de la fachada. Sobre la puerta, una inscripción decía «Hareton
Earnshaw, 15OO». Aves carniceras de formas extrañas y niños en posturas lascivas enmarcaban la
inscripción. Aunque me hubiese gustado comentar todo aquello con el rudo dueño de la casa, no quise
aumentar con esto la impaciencia que parecía evidenciar mientras me miraba desde la puerta como
instándome a que entrase de una vez o me marchara.
Por un pasillo llegamos al salón que en la comarca llaman siempre «la casa», y al que no preceden otras
piezas. Esa sala suele abarcar comedor y cocina, pero yo no vi cocina, o mejor dicho no vi signos de que en
el enorme larse guisase nada. Pero en un ángulo oscuro se percibía rumor de cacharros. De las paredes no
pendían cazuelas ni utensilios de cocina. En un rincón se levantaba un aparador de roble con grandes pilas
de platos, sin que faltasen jarras y tazas de plata. Encima del aparador había tortas de avena y perniles
curados de vaca, cerdo y carnero. Colgaban sobre la chimenea escopetas viejas, de cañones herrumbrosos y
unas pistolas de arzón. Se veían encima del mármol tres tarros de vivo colorido. El suelo era de piedra lisa
y blanca. Había sillas de forma antigua, pintadas de verde, con altos respaldos.
En los rincones se acurrucaban perros. Una hembra con sus cachorros se escondía bajo el aparador.
Todo era muy propio de la morada de uno de los campesinos de la región, gente recia, tosca, con calzón
corto y polainas. Esas salas y esos hombres sentados en ellas ante un jarro de cerveza espumeante abundan
en el país, mas Heathcliff contrastaba mucho con el ambiente. Por lo moreno, parecía un gitano, pero tenía
las maneras y la ropa de un hombre distinguido y, aunque algo descuidado en su indumentaria, su tipo era
erguido y gallardo.
Dijeme que muchos le tendrían por soberbio y grosero y que, sin embargo, no debía ser ninguna de
ambas cosas. Por instinto imagine su reserva, hija del deseo de ocultar sus sentimientos. Debía saber
disimular sus odios y simpatías y juzgar impertinente a quien se permitiera manifestarle los suyos.
Es probable que yo me aventurase mucho al atribuir a mi casero mi propio carácter. Quizá él regateara su
mano al amigo ocasional, por motivos muy diversos. Tal vez mi carácter sea único.
Mi madre solía decirme que yo nunca tendría un hogar feliz y lo que me ocurrió el verano último parece
dar la razón a mi progenitora, porque, hallándome en una playa donde pasaba un mes, conocí a una mujer
bellísima, realmente hechicera. Aunque nada le dije, si es cierto que los ojos hablan, los míos debían delatar
mi locura por ella. La joven lo notó y me correspondió con una mirada dulcísima. ¿Y qué hice? Declaro
avergonzado que rectifiqué, que me hundí en mí mismo como un caracol en su concha y que cada mirada
de la joven me hacía alejarme más, hasta que ella, probablemente desconcertada por mi actitud y
suponiendo haber sufrido un error, persuadió a su madre de que se fuesen.
Esas brusquedades y cambios me han valido fama de cruel, sin que nadie, no siendo yo mismo, sepa
cuánto error hay en ello.
Heathcliff y yo nos sentamos silenciosos ante la chimenea. La perra, separándose de sus cachorros, se
acercó a mí, fruncido el hocico y enseñando sus blancos dientes. Cuando quise acariciarla emitió un
gruñido gutural.
-Déjela -dijo Heathcliff haciendo coro a la perra con otro gruñido y asestándole un puntapié-. No está
hecha a caricias ni se la tiene para eso.
Incorporóse, fue hacia una puerta lateral y gritó:
-¡José!
José masculló algo en el fondo de la bodega, mas no apareció. Entonces su amo acudió en su busca.
Quedé solo con la perra y con otros dos mastines que me miraban atentamente. No me moví, temeroso de
sus colmillos, pero pensé que la mímica no les molestaría y les hice unas cuantas muecas. Fue una
ocurrencia muy desgraciada, porque la señora perra, ofendida sin duda por alguno de mis gestos, se
precipitó sobre mis pantalones. La repelí y me di prisa a refugiarme tras de la mesa, acto que puso en
acción a todo el ejérito caniño. Hasta seis demonios en cuatro patas confluyeron desde todos los rincones
en el centro de la sala. Mis talones y los faldones de mi levita fueron los más atacados. Quise defenderme
con el hurgón de la lurnbre, pero no bastó y tuve que pedir auxilio a voz en cuello.
Heathcliff y José subían con desesperada calma. La sala era un infierno de ladridos y gritos, pero ellos no
se apresuraban nada en absoluto. Por suerte, una rolliza criada acudió más deprisa, arremangadas las faldas,
rojas las mejillas por la cercanía del fogón, desnudos los brazos y en la mano una sartén, merced a cuyos
golpes, acompañados por varios denuestos, se calmó en el acto la tempestad. Al entrar Heathcliff, ella,
agitada como el océano tras un huracán, campeaba en medio de la habitación.
-¿Qué diablos ocurre? -preguntó mi casero con tono que juzgué intolerable tras tan inhospitalario
acontecimiento.
-De diablos es la culpa -respondí-. Los cerdos endemoniados de los Evangelios no debían encerrar más
espíritus malos que sus perros, señor Heathcliff. Dejar a un forastero entre ellos es igual que dejarle entre
un rebaño de tigres.
-Nunca se meten con quien no les incomoda -dijo él-. La misión de los perros es vigilar. ¿Un vaso de
vino?
-No, gracias.
-¿Le han mordido?
-En ese caso lo habría conocido usted por lo que yo habría hecho al que me mordiera.
-Vaya, vaya -repuso Heathcliff, con una mueca-. No se excite, señor Lockwood, y beba un poco de vino.
En esta casa suele haber tan pocos visitantes que ni mis perros ni yo acertamos a recibirles como merecen.
¡Ea, a su salud!
Comprendiendo que sería absurdo formalizarme por la agresión de unos perros feroces, me calmé y
correspondí al brindis. Además se me figuró que mi casero se mofaba de mí y no quise darle más razones
de irrisión. En cuanto a él, debió juzgar necio el tratar tan mal a un buen inquilino, y, mostrándose algo
menos conciso, empezó a charlar de las ventajas e inconvenientes de la casa que me había arrendado, lo
que sin duda le parecía interesante para mí. Opiné que hablaba con buen criterio y resolví decirle que
repetiría mi visita al día siguiente. Y, aun cuando él no mostrara ningún entusiasmo al oírlo, he decidido
volver. Me parece mentira comprobar lo amigo del trato social que soy, por comparación al dueño de mi
casa.

Recordings

Comments

newton0182
April 24, 2012

Muchas Gracias!

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