Natural speed, please
Los aldeanos de Pequeño Hangleton seguían llamándola «la Mansión de los Ryddle»
aunque hacía ya muchos años que los Ryddle no vivían en ella. Erigida sobre una colina
que dominaba la aldea, tenía cegadas con tablas algunas ventanas, al tejado le faltaban
tejas y la hiedra se extendía a sus anchas por la fachada. En otro tiempo había sido una
mansión hermosa y, con diferencia, el edificio más señorial y de mayor tamaño en un
radio de varios kilómetros, pero ahora estaba abandonada y ruinosa, y nadie vivía en
Ella.
En Pequeño Hangleton todos coincidían en que la vieja mansión era siniestra.
Medio siglo antes había ocurrido en ella algo extraño y horrible, algo de lo que todavía
gustaban hablar los habitantes de la aldea cuando los temas de chismorreo se agotaban.
Habían relatado tantas veces la historia y le habían añadido tantas cosas, que nadie
estaba ya muy seguro de cuál era la verdad. Todas las versiones, no obstante,
comenzaban en el mismo punto: cincuenta años antes, en el amanecer de una soleada
mañana de verano, cuando la Mansión de los Ryddle aún conservaba su imponente
apariencia, la criada había entrado en la sala y había hallado muertos a los tres Ryddle.