El tema de la nota de aquel día, cómo no, eran mis noventa años. Nunca he pensado en la edad como en una gotera en el techo que le indica a uno la cantidad de vida que le va quedando. De muy niño oí decir que cuando una persona muere los piojos que incuban en la pelambre escapan pavoridos por las almohadas para vergüenza de la familia. Esto me escarmentó de tal suerte, que me dejé tusar a coco para ir a la escuela, y las escasas hebras que me quedan me las lavo todavía con el jabón del perro agradecido. Quiere decir, me digo ahora, que de muy niño tuve mejor formado el sentido del pudor social que el de la muerte.