Son las 8.30 de la mañana de un gélido inicio de año. En la estación de tren de Luceni, a 38 kilómetros de Zaragoza, el único signo de vida en el exterior es un gato que se despereza junto a la valla del parquin, en el que no hay problema para aparcar. Frente a él, los que fueran edificios de la antigua Azucarera recuerdan a tiempos mejores. El de la estación, de ladrillo claro más moderno, tampoco pasa por su mejor momento. Solo se oyen los pájaros que desafían al frío y a lo lejos una grabación con voz de mujer desde la megafonía de la estación. Una maquina expendedora de billetes recibe al visitante a la entrada al andén. Está rota. El cristal ha sido destrozado en algún arrebato que no parece accidental. "Por su seguridad, manténgase detrás de la vía". Desde el andén ya se escucha claro el mensaje y poco después pasa un tren de mercancías vacío que se dirige raudo y veloz a la cercana fábrica de Opel PSA a cargar coches recién salidos de la cadena de montaje. El reloj de la estación está parado en las 7.45.