Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se
veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía
razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las
noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna
suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico.