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SAYONAROO
6413 Words / 1 Recordings / 0 Comments
Note to recorder:

natural speed please. if it's too long just let me know where you stopped and i'll put in another request that resumes where the recording stops.

El patrón con el que se hacen los sueños
¡Londres! La capital del Grandioso
Imperio Británico, tantas veces mitificada en novelas y películas, una ciudad mágica, eterna, gloriosa, en la que conviven el espíritu victoriano de Sherlock Holmes, los punkies más punkies, los siniestros más siniestros y los ejecutivos uniformados con bombín y paraguas de la City. Londres, donde el té de las cinco se toma puntualmente a las cuatro, acompañado de esponjosos

scones con mermelada de fresa y refinados sándwiches de pepino, pero la cena puede ser cualquier cosa envuelta en los periódicos más sensacionalistas del planeta. Donde en el fondo de cualquier mercadillo callejero puedes encontrar un tesoro por una libra o gastarte miles de ellas en tiendas tan lujosas que ni siquiera podías imaginar que existían.
Poco hay que no se haya dicho ya de su Torre, de su niebla, de sus famosos, de sus fish&chips, del museo de cera de Madame Tussaud, de las joyas de la Corona, de sus pubs, de sus clubs o de sus famosas rebajas (mucho de las de

enero y menos de las de julio).
Algo de protagonismo en las conversaciones también han tenido su persistente lluvia, el palacio de Buckingham y la familia real inglesa, el metro, sus grandes almacenes y su cartelera de musicales.
Y mucho, mucho menos, pero algo, se ha hablado de sus museos, monumentos, parques y de la manía que tienen los ingleses de hacerlo todo a su manera (que, curiosamente, suele ser justo al contrario de como lo hacen todos los demás seres humanos).
Pero pocos han sido capaces de expresar con palabras a qué huele

Londres o cómo se ilumina cuando un rayo de sol consigue atravesar la espesa capa de nubes que lo cubre (lo que sólo sucede en las extrañas ocasiones en las que las nubes se despistan porque están pensando en otra cosa).
Y nadie, absolutamente nadie, ha sido capaz de explicar qué es lo que hace de Londres un sitio tan especial, un lugar mágico en el que vivir es sinónimo de tener una aventura cada día. Una ciudad en la que todo es posible y los sueños de cualquiera pueden hacerse realidad. Aunque a veces no de la manera que uno espera o como había soñado siempre. Pero ésa es la esencia

de los sueños y de Londres: que aunque creemos saber cómo son, cuál es nuestro Destino, siempre hay algo que puede cambiar todo para siempre.
Cuando estás atrapada en el madrileño aeropuerto de Barajas tu único sueño en la vida puede ser, sencillamente, llegar a Londres algún día. De la manera que sea, en aeroplano, en globo, atravesando con un barco el canal de la Mancha —el Canal Inglés, lo llamamos—, por teletransportación o por esporas, sea como sea eso. Cuando estás atrapada en Barajas y pasan las horas sin que el

vuelo salga piensas que Phineas Fogg habría perdido su apuesta si hubiera dependido de los aviones de Iberia.
Piensas que si apareciera un vendedor de seguros con piernas de cabra que te ofreciera vender tu alma al diablo a cambio de que saliera el avión, lo harías.
Pero ni puedes coger un globo ni puedes cruzar el canal de la Mancha porque estás aún en Madrid y no en Calais, y la teletransportación todavía no se ha inventado a pesar de los esfuerzos de Steve Jobs. Y todos los Vendedores de Almas al Diablo están en el Parlamento y no en Barajas. Así que

sólo puedes aguardar pacientemente y pensar que tras tres largas horas junto a la puerta de embarque 64, esperando la llamada para el vuelo IB1113, no puede quedar mucho para embarcar. Pero lo mismo pensaste hace una hora, hace una hora y media, hace dos horas…
Álex Mata se imaginaba a sí misma aterrizando en Londres en ese mismo momento, y si el vuelo hubiera salido a su hora, eso es exactamente lo que habría pasado. Y toda esta historia no habría sido la misma. Probablemente no habría existido esta historia, en realidad. Pero en el Centro de Control de AENA alguien se había equivocado al

introducir un número en su ordenador (un ruido que no venía de ninguna parte que despistaba a ese alguien en el momento exacto) y el vuelo IB1113 se había encontrado de repente sin espacio aéreo. Y mientras en AENA buscaban la manera de reestructurar toda la parrilla para dar salida al avión, Álex Mata pasaba tres aburridas y l-e-n-t-í-s-i-m-a-s horas de espera con la única compañía de un Vogue manoseado y un pasaje de turistas enfadados como monos que
tuiteaban compulsivamente su desesperación y planeaban la manera de alzarse en armas.
La verdad es que la cosa había

empezado mucho más suave, cuando por megafonía una amable azafata los había informado en castellano, inglés, francés y alemán de que «por incidencias de logística, el vuelo de Iberia 1-1-1-3 con destino a Londres saldrá con cierto retraso o algo de retraso, no es posible precisarlo». Cuando escuchas una información así de relevante en cuatro idiomas diferentes das por sentado que el tema se está tratando con profesionalidad y eficiencia. Te sientas, aceptas la noticia con algo de desilusión y mucho más de resignación y escuchas los comentarios de tus compañeros de viaje. Y eso hicieron todos, incluida

Álex. «Esas cosas pasan», decían unos. «Es el pan nuestro de cada día», argumentaban más allá. «Es que la T4 todavía está en pruebas» era el comentario más popular, a pesar de que la T4 llevaba ya unos años en funcionamiento. «Así nos dará tiempo a comprar alguna botella de algo». «¿De agua?» «De algo».
Pero cuando al cabo de una hora el mensaje por megafonía volvió a insistir sobre el tema de retraso sin dar más explicaciones y sin molestarse siquiera en traducirlo a varios idiomas, la cosa empezó a calentarse. Un poquito tirando a mucho. «Es que éste es un país de

pandereta», comenzaron a farfullar algunos. «La chapucería nos gobierna», gruñeron otros. «Esto a mí no me pasaba con Franco», se atrevieron algunos a decir por lo bajini, los más viejos. «Usted no sabe quién soy yo». «Pues dígamelo». «Pues será si yo quiero». Hubo quien decidió abrirse la botella de algo, para templar los nervios, la espera, el mal humor y la sed.
Lo peor llegó con el tercer mensaje. Entonces los murmullos y los corrillos subieron de tono; los niños, hartos de emprenderla a golpes con el mobiliario urbano, comenzaron a repartir patadas entre la concurrencia, y la gente se

dividió en dos grupos: los que se marchaban a refugiarse en el bar y los que se quedaban al acecho de que algún infortunado con chaqueta roja de Iberia tuviera la desdicha de pasar por allí camino de algún sitio.
Una hora y media después, una pequeña y pizpireta azafata salió a comunicar a todo el pasaje que el vuelo de Iberia 1113 despegaría tan sólo una hora después y que era preciso que los pasajeros hicieran cola para ir entrando en el avión. Los mandos de la compañía la habían enviado pensando que su angelical sonrisa y su voz suave de locutora de radio de madrugada

aplacarían a la muchedumbre, pero la muchedumbre ya no tenía tiempo para fijarse en sonrisas y pecas. La mayor parte del pasaje sólo había escuchado que el avión aún no iba a despegar y había dejado de escuchar la siguiente frase de la azafata. Envalentonados con los tragos de algo, una horda de pasajeros de caras sofocadas cercaron el mostrador y a la pequeña azafata, dispuestos a dejar en ridículo a los que iniciaron la Revolución francesa.
La azafata se dio cuenta de que tenía que haber estudiado Derecho como había insistido su madre: ahora sería una licenciada, en paro, sí, pero no a merced

de la turbamulta. También se dio cuenta de que se había dejado el spray antivioladores en la otra chaqueta. Balbuceó frases que nadie oía mientras retrocedía, rodeada por señoras que blandían abanicos y ristras de chorizos de Cantimpalo. Miró a su alrededor en busca de ayuda; no la encontró.
—En sólo una hora —empezó a decir de nuevo, pero la rabia de las multitudes tiene efectos secundarios: enturbia la mente y ensordece a sus víctimas. Debía cambiar de táctica—. ¡Mirad, el Rey de España!
Pero la rabia de las multitudes vuelve a las multitudes republicanas.

Nadie miró.
—¡Mirad, Isabel Pantoja!
Pero la rabia de las multitudes vuelve a las multitudes aficionadas al jazz. Nadie miró.
—¡Mirad, Batman!
La rabia de las multitudes, naturalmente, no vuelve a las multitudes más crédulas. La pequeña y pizpireta azafata estaba a merced de las señoras con abanico. Ése es siempre el momento que elige el Séptimo de Caballería para llegar y salvar el día.
Pero el Séptimo de Caballería estaba en un atasco en la Nacional I.
Así que Álex Mata dio un salto y se

interpuso entre la multitud y la azafata. Hace falta ser de una pasta especial
para desafiar a una horda de pasajeros furiosos sin que te paguen por ello. Más aún si tú misma tienes razones para formar parte de esa horda de pasajeros furiosos porque llevas casi cuatro horas esperando. Para fortuna de la pequeña azafata, Álex Mata estaba compuesta de arriba abajo de esa pasta especial. Alzó las manos y la multitud se paró.
—¡Tranquilidad! —gritó—. ¡No hay necesidad de ponerse nerviosos! Vamos a entrar en el avión ordenadamente y saldremos hacia Londres como gente civilizada, no como una banda de

salvajes.
Paralizados, todos la miraron. No tenía nada de lo que uno piensa que tienen los líderes carismáticos: ni bigote ni alzas ni pantalones con pinzas ni sombreros tejanos ni hoyuelo en el mentón. Era una chica normal y corriente que no era normal ni corriente. Guapa sin exageraciones como la hermana del primer novio que te echas, el pelo negro y ligeramente ondulado, los ojos grandes, enormes, verdes, la boca fina y bien formada, el cuerpo delgado y elegante. Parecía normal y corriente hasta que te dabas cuenta de que no lo era; que tenía algo, una especie de

energía interior inagotable, una prodigiosa capacidad de sobreponerse a las adversidades, apretar los dientes, esforzarse hasta el límite de sus fuerzas y conseguir lo que deseaba.
Y lo que deseaba ahora era que la gente se calmase, formara una cola y subiera al avión, para poder subir también ella y volar al fin a Londres, a cumplir su sueño.
Fijaos bien en la gente que tiene un sueño y lo persigue: son los que cambian el mundo. Seguidlos, porque los que tienen un sueño doblegan todos los problemas que se les interponen. Ahí está su fuerza, lo que los hace

especiales, lo que los hace capaces de creer en su sueño, su fe fanática en lo que desean. Álex Mata tenía un sueño y había trabajado mucho para contar con la oportunidad de conseguirlo: no iba a ser un motín en el aeropuerto lo que le impediría alcanzarlo, desde luego.
Y la gente sabía de alguna manera extraña que Álex Mata estaba poseída por esa determinación. Se fueron calmando. La ira de las multitudes se apaga repentinamente, como una vela de cumpleaños, y deja un regusto amargo en los que la sienten. La ira de las multitudes tiene sabor a apio.
—Es que si no dicen nada… —se

excusó una señora. Pero ya eran ciudadanos domesticados de nuevo, que lentamente iban formando una fila y preparando los billetes para embarcar, como si no hubiese pasado nada.
—Muchas gracias —susurró la azafata a Álex—. Pensaba que nos iban a descuartizar o algo peor.
Álex se preguntó que podía haber peor que un descuartizamiento, teniendo en cuenta además que en un aeropuerto es difícil encontrar herramientas
adecuadas para descuartizar limpiamente.
—No importa. Ya me devolverás el favor algún día. —Sonrió. Tenía una

hermosísima sonrisa. Era una sonrisa que también podía disolver disturbios. O provocarlos.
Caminó hacia el final de la fila mientras todos los pasajeros la miraban con una mezcla de fascinación y respeto. Ella no se daba cuenta, porque su mente había despegado ya e iba camino de Londres, preparada para enfrentarse a los siguientes problemas que podían interrumpir su sueño londinense. Y no eran pocos.
Los sueños pueden convertirse en pesadillas muy fácilmente. Un segundo

estás volando por el cielo con toda tranquilidad, planeando sobre un valle verdísimo en el que las ovejas pastan. Un segundo después caes a plomo hacia la tierra y descubres que las ovejas se han transformado en feroces dinosaurios que corren hacia ti para devorarte. Y no puedes despertar de la pesadilla o volver a transformarla en un sueño ideal.
Agosto había empezado de manera inmejorable para Álex Mata. Había recibido una llamada de su profesora, Carmen Vergara, para contarle que había una plaza para un máster en la escuela más prestigiosa del mundo: la Escuela

de Moda Central Saint Martins de Londres, y que la plaza era para ella. ¡La Central Saint Martins nada menos! El lugar donde habían estudiado John Galliano y Stella McCartney. También era cierto que era el lugar donde habían estudiado cientos de desconocidos que, por los datos que ella tenía, seguían siendo igual de desconocidos o más que antes de entrar en la Central Saint Martins. Pero era un lugar en el que los sueños sucedían. Un lugar en el que el sueño de Álex de convertirse en una diseñadora de renombre mundial era posible, estaba al alcance de su mano.
Álex no creía en las hadas madrinas,

pero tenía que reconocer que Carmen Vergara era lo más parecido a una hada madrina que había visto nunca. Su profesora de patronaje había sido capaz de conseguir un milagro: que un funcionario del departamento de becas para el extranjero del Ministerio de Cultura no traspapelara su solicitud, pusiera todos los datos correctamente,
compulsara adecuadamente las fotocopias y, en definitiva, hiciera su trabajo raudo y veloz. Porque velocidad era lo que más se necesitaba para impedir que alguien les quitase aquella plaza que, de golpe y porrazo, había quedado libre en la escuela londinense.

Carmen Vergara se había enterado antes que nadie y se había acordado de ella.
¿Quién iba a decirle que tras la figura rechoncha y nada llamativa de su vieja profesora de patronaje durante la carrera se escondía una de las integrantes del primer equipo de Christian Dior? Aquel equipo que allá por los años cincuenta revolucionó el mundo entero con su New Look y lanzó a la fama al Gran Diseñador. Desde luego, uno nunca puede fiarse de las apariencias, y mucho menos en el mundo de la moda, donde las apariencias se lo tienen de un subido que para qué. Pero Carmen Vergara era eso y mucho más.

Durante años había sido la sombra de otros grandes nombres de la moda internacional, asesora de firmas de lujo, jurado en concursos de toda Europa y consejera de todos aquellos políticos sin sentido del gusto que querían llevar corbatas que resaltaran el color de sus ojos. Y era amiga íntima de Louise Spencer, la directora de la Central Saint Martins. Poco había que se le escapara en el mundo de la moda (excepto la razón por la que ya no estaba mal visto enseñar el tanga, los calzoncillos y los tirantes del sujetador).
Desde luego, no se le había escapado el insólito don para el diseño

que tenía aquella alumna de Valladolid, Álex Mata. Aunque Álex nunca lo había considerado un don. Más bien, un recurso para sobrevivir. La escasez de medios había sido el mejor aliciente durante toda su infancia y adolescencia para sacar de donde nunca hubo y, en eso, Alejandra Mata era una Experta con Mayúsculas. Nacida en el seno de una familia muy humilde, más tarde de lo que sus padres hubieran querido, Álex nunca había tenido nada propio, todo era de segunda mano. Pero, lo que para otras chicas de su edad hubiera sido un drama, para Álex nunca fue un problema. Había hecho toda una forma

de vida del reciclaje. A su madre le gustaba contar que, desde bien pequeña, se pasaba las horas rebuscando entre viejos cofres de su abuela, tijeras en mano. La mayoría de sus muñecas estaban vestidas con retales de enaguas de principios de siglo y restos de ganchillo que nadie quería. Las tiendas de segunda mano y los mercadillos eran sus sitios favoritos de todo el mundo. Y lo que había empezado como una forma de supervivencia pronto se convirtió en una vocación que ocupaba todo su tiempo y esfuerzo. Álex quería ser diseñadora de moda y había desarrollado un estilo único: cuando con

dieciocho años llegó al Centro Superior de Moda de Madrid ya era una auténtica maestra en el arte de arramblar con ropa vieja, destrozarla y descuartizarla hasta convertirla en otra cosa.
De ahí surgió su sobrenombre, la Frankenstein. O su otro apodo, Álex The Killer, el terror de la ropa vieja y de segunda mano, que hacía un juego de palabras con su apellido, Mata. Su habilidad para transformar las telas, la capacidad para cortarlas en cientos de trozos y luego encajar las piezas, la habían convertido en alguien célebre en la escuela. Incluso más que Vanessa Cobo, que había tenido la desfachatez de

liarse con un modelo guapo y bobo que salía a menudo por la tele y que, además, era la hija de una presentadora de televisión. Varias profesoras no hacían más que repetir que aquella chica de Valladolid llegaría muy lejos.
Carmen Vergara había conseguido que ese «muy lejos» fuera Londres. Y si no sabéis mucho de moda pensaréis que el viaje no es muy largo. Pero sí lo es, un viaje inmenso, larguísimo. Tal vez tan sólo la primera parte de un viaje más largo, de acuerdo. Quizá Londres no sea Ítaca, sino una etapa intermedia. La isla de las sirenas, por ejemplo.
Al igual que el viaje a Ítaca de

Ulises estaba preñado de peligros en forma de sirenas, cíclopes y hechiceras, el viaje de Álex a Londres estaba lleno de dificultades. Para empezar, que realmente la aceptasen en la Central Saint Martins. Lo único que tenía asegurado era una entrevista con la directora, Louise Spencer, con la que Carmen Vergara había hablado. La recomendación de Carmen Vergara había sido entusiasta, pero la decisión final estaba en manos de la directora de la escuela. Y si de algo tenía fama Louise Spencer era de no dejarse influir por nadie —por muy amiga que fuera ese alguien— y de ser durísima a la hora

de juzgar a los aspirantes. El alumno que entraba con una beca en la Central Saint Martins verdaderamente se lo merecía. Para convencerla, Álex había pasado tres días preparando una pequeña carpeta con sus mejores trabajos. No quería que fueran más de veinte, y había consumido mucho tiempo seleccionando los que pensaba que eran más representativos de su estilo.
Había sido una tortura elegir unos y no otros, pero Carmen Vergara le había dicho que Louise Spencer valoraba también el criterio a la hora de decidir qué era bueno y qué no, y ésa era la manera de demostrárselo. Pero ahora, en

la fila de la puerta de embarque, dudaba de haber elegido las mejores piezas. ¿Y si se había equivocado? ¿Y si llevaba las peores muestras de su colección de trabajos? A Álex se le llenaba la boca del estómago de mariposas sólo de pensarlo, mariposas grandes como helicópteros de una película de Vietnam. Y sin tomarse ninguna botella de algo.
Si superaba aquel primer escollo que era capaz de secarle la boca, a Álex le quedaba todavía el largo y agotador curso de la Saint Martins. Era un curso tan exigente que precisaba una total entrega de los alumnos: nada de hacer turismo o disfrutar del ocio de Londres

mientras se estudiara en la Saint Martins. El problema era que Álex no podía permitirse dedicar toda la jornada al máster: la beca que le habían concedido sólo cubría el gasto de la matrícula. Para vivir en Londres tendría que encontrar un trabajo que pagara su alojamiento y manutención. Sabía que iban a faltarle horas en el día para hacer todo lo que debía hacer, pero estaba dispuesta a robar horas al sueño para aprovechar aquella oportunidad única. Nadie en su familia podía ayudarla: bastante tenían sus padres con sobrevivir cada mes.
Lo repentino de la concesión de la

beca había provocado además que el viaje no fuera planeado. No tenía alojamiento más que para los dos primeros días, en uno de los hoteles más baratos de la ciudad —si descontamos los bancos de Hyde Park—. Cuando llegara debería buscar algún lugar donde vivir el resto del año académico, pero antes tenía que resolver su entrada en la escuela y la búsqueda de un empleo que le permitiera quedarse en Londres.
Estaba aterrada por el año que se le avecinaba. Pero si se había enfrentado a una muchedumbre enfurecida podía enfrentarse a cualquier problema, pensó. No se encontraría con nada peor.

En algunas cosas, Álex Mata era encantadoramente ingenua.
Álex se sentó en su estrecho asiento de pasillo y cola y echó una mirada hacia el interior del avión. La tensión y los
malos humos parecían haber desaparecido por completo para dar paso a un ambiente festivo, más típico de aquellas nostálgicas excursiones de su infancia que de un vuelo clase turista con destino a una cosmopolita capital del mundo.
Pero, claro, es que los aviones ya no son lo que eran.

Desde que muchas compañías aéreas habían decidido suspender el servicio de comidas, los viajes por el aire habían perdido todo su glamour. Por ejemplo, es imposible sentirse glamurosa cuando tu compañero de fila saca, nada más abrocharse el cinturón, un bocadillo tamaño XXL de atún en aceite, y remata la faena abriendo con pericia un par de latas. El olor a sardinas en aceite y mejillones en escabeche no tardó en invadir el espacio aéreo, sólo para unirse a los otros olores que desde hacía diez minutos pugnaban por predominar en el pequeño campo de batalla de la cabina del vuelo 1113. De momento, la

pelea la estaba ganando un chorizo de Pamplona, pero había unos filetes rusos y unos pimientos rellenos que lo seguían muy de cerca.
—¿Quieres un poco? —le ofreció su compañero de asiento poniéndole aquel bocadillo apestoso bajo la nariz.
—No, muchas gracias.
—Es que a mí los viajes me abren mucho el apetito. Como las excursiones y las reuniones de trabajo.
Por la pinta que tenía, Álex estaba segura de que la lista de cosas que le abrían el apetito era mucho más larga y abultada y que incluía situaciones como ver la programación de la televisión

pública, consultar las Páginas Amarillas y tricotar punto de cruz. De hecho, hablar, andar y respirar también debían de abrirle bastante el apetito dadas las dimensiones de su panza. Álex se quedó mirándolo demasiado tiempo, totalmente hipnotizada, mientras el hombre daba un par de enormes mordiscos a su
bocadillo y lo masticaba trabajosamente. El tipo se dio cuenta y pensó que tal vez Álex estaba interesada en él y quería entablar conversación. Lo había leído un montón de veces en las novelas de Forsyth, Le Carré, Ken Follett, Vázquez Figueroa, Marcial Lafuente Estefanía y Murakami: un

atractivo y soltero ejecutivo (él) trababa de pronto conocimiento en el avión con una bellísima mujer (ella). Luego venían planos secretos y logias masónicas, pero el caso es que el ejecutivo acababa acostándose con la bella. Él tal vez no era muy atractivo, pero ella sí cumplía su parte del papel, así que había que ser muy tonto para no aprovechar la ocasión y tirar el anzuelo. Y Celedonio Antúnez no era tonto; a lo mejor poco espabilado sí, pero tonto, no.
—Celedonio Antúnez —se presentó estrechando la pequeña mano de Álex con las suyas regordetas, pringadas del aceite vegetal del atún—, empresario

exportador de tornillos del calibre número cinco. Para lo que guste, señorita.
Álex no dijo nada, así que el señor Antúnez prosiguió. ¿Era tal vez rusa? Él no hablaba ruso. Ni alemán ni inglés. Él sólo hablaba castellano y español basto. —Celedonio Antúnez —insistió—.
Para servirla. A sus pies.
—Ah.
—Y… ¿su nombre?
Álex miró nerviosa a derecha e izquierda, agitando su melena con un gesto nada coqueto. No había escapatoria. Las luces que anunciaban que era obligatorio abrocharse el

cinturón de seguridad ya estaban encendidas y las azafatas procedían a comprobar que todo el equipaje de mano estaba en su sitio y a explicar a todos lo que había que hacer en caso de catástrofe aérea.
—Me llamo Alejandra, Alejandra Mata.
Y no dijo nada más. Pero eso no parecía un problema para Celedonio Antúnez, que había deducido ya que la señorita no era rusa y por tanto entendería todo lo que él dijese.
—Como por hambre y por nervios. No se imagina, señorita, lo terriblemente estresante que es ser empresario

exportador de tornillos del calibre número cinco, y más cuando uno se trae entre manos una revolución tan ingeniosa y tecnológica como mi última novedad: el tornillo de calibre número cinco más ligero del mundo, fabricado en una aleación milagrosa de aluminio y cobre que…
Aquella escena, pensó Álex, se parecía a la de un telefilme: dos extraños se conocen en un avión, entablan conversación, se cuentan sus respectivas vidas y, de repente, uno de ellos es asesinado en los pequeños servicios durante el vuelo. El otro, ignorante de que su compañero fallecido

acaba de pasarle una información valiosísima, un terrible secreto de Estado que puede salvar a toda la
humanidad de una epidemia apocalíptica, es perseguido por una organización criminal por medio mundo. Desgraciadamente para Álex, aquel representante de tornillos tenía pocas posibilidades de ser asesinado en el cuarto de baño de al lado (a no ser que un grupo de terroristas ultrasecreto necesitase con urgencia un tornillo del calibre número cinco asombrosamente ligero para dar por acabada su maqueta de bomba atómica selectiva) y sí muchas posibilidades de estar dándole la murga

hasta que aterrizasen en Heathrow. Tenía que ponerle punto final antes de que acabase enseñándole las diferencias entre un tornillo normal y un tornillo fabricado en una ligerísima aleación de aluminio y cobre.
—Nunca me han gustado mucho los tornillos —dijo Álex.
—¿Es más de clavos, señorita? —No, en absoluto. Es que me dan
alergia los tornillos —dijo, inventando sobre la marcha.
—¿También los de aluminio?
—Es por la forma, no por el material.
Celedonio Antúnez quedó callado,

hondamente impresionado por el drama que vivía aquella simpática y bella señorita. Si él tuviera alergia a los tornillos… Bien, entonces su vida no habría tenido sentido en absoluto. Porque su vida eran los tornillos. Le daba pena aquella chica, que sufría hasta cuando oía hablar de ellos. Decidió cambiar de tema.
—Pues parece que se está nublando —dijo, señalando por la ventanilla—. Me recuerda mucho otra vez que cogí un avión, en el 87, con rumbo a Berlín. Entonces yo era un tierno infante y me acababa de iniciar en el mundo de la representación de tuercas y tornillos,

pero ya sabía que aquello iba a ser una vocación para toda la vida…
Celedonio Antúnez no era capaz de mantener durante mucho tiempo una decisión. Álex cerró los ojos, mientras la voz de su vecino de asiento la arrullaba con datos sobre tornillería que tal vez sólo le servirían si alguna vez participaba en un concurso de la tele.
Una sacudida agitó todo el avión, despertando a nuestra protagonista de sus ensoñaciones. Diez filas delante de ella alguien chilló y varios niños empezaron a llorar.

Celedonio Antúnez, empresario exportador de tornillos del calibre número cinco, levantó la cabeza asustado y luego se concentró de nuevo en el pesado informe que tenía que presentar a la filial inglesa de La Casa del Tornillo. Otra sacudida volvió a sembrar el pánico.
—Esto es el fin.
—Ahora es cuando el trasto este se raja por la mitad.
—Cuando la cabina hace pum. —Tenía que haber atendido a la
azafata cuando explicaba lo de la salida de emergencia en vez de mirarle las tetas.

—Y yo aún sin conocer el amor… Alguien sacó una botella de algo y
comenzó a pasarla para ver si el alcohol adormecía los sentidos o, con suerte, los anestesiaba. Un grupo de alpinistas amateurs, que se dirigían a Escocia a hacerse unos cuantos miles, se quitaron las botas y estiraron los dedos de los pies para relajarse (consiguiendo con ello anestesiar a algún pasajero más).
Celedonio Antúnez garrapateó rápidamente unas modificaciones sobre el informe de pérdidas de su compañía por si moría y no le daba tiempo a terminarlo. Las azafatas comenzaron a correr de un lado al otro del avión

intentando calmar los nervios de los pasajeros.
—No es nada, sólo unas turbulencias.
—Una tormenta eléctrica muy gorda.
—Los rayos están por todas partes.
Podrían incluso alcanzarnos.
—Si la cabina se despresuriza pónganse las mascarillas.
—Si caemos en picado pónganse los chalecos.
—¡Qué pena que muriera Leslie Nielsen!
—Los chalecos salvavidas no sirven para nada si caemos a tierra…
—Y las mascarillas dejarán de

funcionar, además.
De repente, la cola del avión comenzó a menearse de un lado para otro como si un enorme gigante lo hubiese cogido y estuviese jugando con él. Entonces la gente se volvió loca: unos comenzaron a rezar, otros a lanzar proposiciones deshonestas y miraditas hacia los cuartos de baño y los más a desear con toda su alma que aquello no estuviese ocurriéndoles a ellos en realidad. Las turbulencias se hicieron más violentas y la luz de la cabina se fue. Sólo el resplandor de los relámpagos permitía ver las caras de pánico de los demás. El comandante,

desde la cabina, lanzaba mensajes confusos sobre altitudes, profundidades, monstruos marinos y porcentajes de catástrofes aéreas.
Cualquier persona supersticiosa habría pensado que Londres no quería precisamente dar la bienvenida a Álex Mata.
Cuando a las 22.21 aterrizaron en
Heathrow, Londres, capital de Inglaterra, treinta pasajeros del vuelo 1113 de Iberia seguían desmayados, cuatro se habían vuelto locos, ocho se habían hecho un tatuaje y dos habían

descubierto, por fin, el amor.
Álex desembarcó con la única idea de coger su maleta y su carpeta de trabajos y tomar un taxi hasta el hotel. Sólo quería tumbarse en una cama y dormir durante horas hasta olvidarse de aquel viaje eterno y agotador. El ruido de la cinta transportadora de maletas era como una nana que la arrullaba. Temía dormirse de pie. Se obligó a abrir bien los ojos. Con un poco de suerte, su maleta y su carpeta de trabajos saldrían pronto y podría apresurarse.
A su alrededor, los otros pasajeros de su vuelo recogían sus equipajes. Algunos le decían adiós con la mano.

Álex empezó a temer que su maleta no saliera nunca. Sintió un gran alivio cuando la vio aparecer al fin: verde lima, imposible no reconocerla. Cuando estuvo a su altura la sacó de la cinta transportadora y la puso a su lado. Ya sólo faltaba la carpeta de trabajos. Vio cómo aparecían más bultos, y el corazón le dio un vuelco cuando dejaron de salir; la puerta de la cinta transportadora se cerró.
No había ni rastro de la carpeta de trabajos.
Esperó, mordiéndose los labios, notando en su cabeza las mismas turbulencias que había sufrido una hora

antes en el avión. Pero entonces Álex no había tenido miedo; ahora, sin embargo, el pánico estaba apoderándose de ella.
La puerta volvió a abrirse y la cinta se puso de nuevo en movimiento. «Por favor, por favor, por favor, que aparezca ahora», musitó. Pero, tras unos segundos, la cinta se paró y la puerta volvió a cerrarse. La carpeta de trabajos no estaba. O alguien se la había llevado mientras Álex dormitaba junto a la cinta, o se había extraviado.
Álex no sabía cuál de las dos posibilidades era más terrorífica. Se tocó las manos nerviosamente, como si así pudiera solucionar algo, se acercó a

la cinta, luego se echó atrás y miró en derredor por si veía a alguien con su carpeta. No había nadie.
—No puedo creerlo, no puedo. Es imposible.
Arrastrando la maleta, caminó hacia el mostrador de atención al cliente, pensando por qué le había tocado a ella perder el equipaje. Podía haberle tocado a Celedonio Antúnez, el empresario del tornillo. Podía haberle ocurrido a él y lo único que habría perdido sería un montón de tornillos. Una maleta llena de tornillos y bocadillos de atún. No los habría echado en falta. O podría haber encargado más. En cambio, para ella la

pérdida de la carpeta era poco menos que una tragedia. Se le ocurrió que tal vez se solucionaría rápidamente en el mostrador.
La empleada que la atendió la escuchó con atención mientras Álex relataba lo que le había pasado y hacía hincapié en lo importante que era para ella recuperar su carpeta. La empleada no le dedicó ninguna sonrisa, ni siquiera de cortesía. Ella también quería irse a casa.
—Ya sé que su carpeta es muy importante —dijo con voz átona—. Todo el mundo que pierde algo en un aeropuerto tiene la mala suerte de que es

muy importante. Será que las cosas sin importancia no se pierden.
—Es que es importante de verdad, sin ella no voy a poder…
—En cuanto nuestros empleados la encuentren se la enviaremos a su dirección.
—No creo que esté mucho tiempo allí, es sólo un hostal provisional. Es que he tenido que hacer el viaje a toda prisa…
—Todos tienen mucha prisa cuando pierden algo, la gente sin prisa nunca pierde las cosas.
—Es que yo tengo prisa de verdad, si en dos o tres días no la recupero…

—En caso de pérdida irreversible, robo, desaparición total y absoluta o accidente e incendio se le reembolsará la cantidad de ciento veinte euros para sustituir los contenidos de dicha carpeta.
—¿Ciento veinte euros? Pero, señorita, el valor de esa carpeta es incalculable.
—Ya me imagino —dijo la empleada con cara de estar pensando: «todos pierden cosas de valor incalculable»—. Pero eso es lo que la compañía está obligada a pagar. Debió contratar un seguro de viaje.
—Es que no es por el dinero. En esa carpeta viajaban todos mis trabajos de

la carrera.
—Bueno, entonces no será para tanto. Todos sabemos que hoy en día las carreras universitarias son una pérdida de tiempo y dinero.
—Pero ¿es que no lo entiende? — insistió Álex, desesperada, pero sin valor para abofetearla—. Tengo una entrevista muy importante para entrar en la Central Saint Martins de Londres y necesito mi carpeta de trabajos.
La empleada suspiró, como si pensara: «¿Por qué todos los clientes son igual de pesados? ¿Por qué todos se empeñan en hacerme la vida imposible y ponérmelo difícil? Si me dieran una

libra cada vez que perdemos una carpeta de trabajos para la Saint Martins»…
—Comprendo que ahora se sienta engañada por el sistema, pero no hay nada que pueda hacer para catalizar toda su energía negativa —continuó ella, recitando con tono monocorde la respuesta que le habían enseñado en los cursillos de preparación para azafatas de Iberia—. ¡Oh! Qué sorpresa. Esto sí que es inesperado.
Álex se inclinó hacia adelante ansiosamente mientras la empleada tecleaba en el ordenador. ¡Su carpeta! Sin duda era su carpeta. ¡Aún podía tener suerte! Debían de haberla

encontrado.
—Es verdaderamente raro —dijo la empleada—. Siempre tardamos bastante en averiguar qué ha sido de los objetos perdidos, pero aquí está.
—¿Está aquí? —preguntó Álex con júbilo.
—No, aquí en Londres, no. Digo en el ordenador. Su carpeta está en Cincinnati.
Para Álex fue como si la hubiesen golpeado con un martillo gigante.
—¿Cincinnati? Pensaba que ni siquiera existía esa ciudad.
—Pues existe. Su carpeta ha sido facturada allí por error. No sé cuándo

conseguiremos recuperarla. La única solución que puedo ofrecerle es que rellene estos tres certificados por triplicado, me dé todos sus datos y un número de teléfono. Ya la llamaremos.
Álex se aguantó las lágrimas, cogió un bolígrafo y se sentó, dispuesta a pasar media hora más rellenando papelotes.

2. Por la facha y el traje se conoce al
personaje
A menos de medio kilómetro de allí,
las cosas eran muy diferentes en la sala VIP de la Terminal 1 del aeropuerto de Heathrow, Londres, Inglaterra. Para empezar, no había nadie llorando sobre un mostrador gris y deslucido porque, sencillamente, no había mostradores de ese estilo. Los de la elegante sala de espera eran cromados y estaban tan

limpios y relucientes que podías retocarte el maquillaje mirándote en ellos. Además, nadie tenía que preocuparse de que su equipaje acabase en aeropuertos lejanos o manos equivocadas porque dichos equipajes (de cuero impoluto y normalmente de Louis Vuitton) eran tratados como ningún pasajero de clase turista sería tratado nunca. Eran equipajes que tenían servicio de bar full time y todos los cacahuetes gratis que quisieran. Y si alguna vez se producía algún retraso en el vuelo, los pasajeros, en lugar de recibir la noticia con decepción, lo celebraban porque eso suponía una

ronda más de bourbon del caro y de canapés de salmón ahumado con crème fraîche. Las azafatas eran atentas y encantadoras y, realmente (pero realmente), escuchaban a los clientes (nunca se sabía quién era un soltero millonario dispuesto a enamorarse de una chica normal y corriente y salvarla de una vida de madrugones. O cuándo iba a aparecer una estrella del rock lo suficientemente borracha para vivir un intenso affaire con ellas y sacarlas del anonimato).
Pero aquella noche la sala VIP de la Terminal 1 del aeropuerto de Heathrow, Londres, Inglaterra, parecía bastante

aburrida. A excepción de una mujer joven de aspecto cansado, no había nadie más. Gail Brooks, porque ése era su nombre, miró por tercera vez su reloj y trató de concentrarse en los complicados vericuetos legales de un caso que se traía entre manos. Gail Brooks: una abogada con cara de abogada y traje de abogada, de rasgos finos pero no excepcionales, que parecía concentrarse con la intensidad de un láser en los documentos que tenía en las manos. Cosa que es malísima para la tersura de la piel, como todo el mundo sabe.
Era muy tarde, estaba muy cansada y

aún le quedaba mucho trabajo aquella noche. Llegar hasta el aeropuerto había sido una locura. En verano el tráfico de Londres se redoblaba y los atascos eran habituales en las entradas y salidas de la capital[1].
Gail suspiró y dejó los papeles a un lado.

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